Las calles
repiquetean de gente que se desliza sin esfuerzo, y sus pasos marcan el transcurrir
de un tiempo sin lluvias, seco de cactus. Casas llanas, de piedra gris, suben
hacia el cielo en búsqueda de respuestas a viejas preguntas. Las hay hasta el
horizonte, donde se dejan ver con perfil irregular, moles que se agigantan
cuando el sol se apaga.
Las paredes
tienen pintadas con carteles que se me antojan antiguos, recubiertas por un
polvillo fino que inunda la ciudad. Quizás por esto el aire se siente extraño,
difícil. Los vehículos circulan lento, al ritmo de la gente. Detrás de las
casas pasa tal vez un avión, lo único que interrumpe el zumbido de la ciudad,
un murmullo de ecos pasados.
Hay algo de
sagrado, algo de paz que se transmite, que trasciende. Serán los puentes.
Comunican la ciudad, enclavada en las montañas, pero comienzan mucho antes: puentes
apurados por despegarse del suelo, ansiosos por conectar con lo divino, un
suspiro o una plegaria quizás, suspendida en el aire.
Por Gabi
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