En
un auto vamos los dos, envueltos en el silencio profundo de la
madrugada. Las palabras se fueron espaciando hasta dejar baches tan
grandes que ya no pudimos seguir el hilo de la conversación. Pero estaba
el mate como amuleto, como puente hacia lo cotidiano. Es curioso como
aún queriendo escapar de la rutina, no hacemos más que sucumbir en cada
pequeño ritual, buscando desesperadamente algo que permanezca
inalterable dentro nuestro.
La
ruta tiene un sonido similar a palabras susurradas, como secretos que
los viajeros le cuentan al camino. Pienso que yo también tengo secretos,
pero ahora no se me ocurre ninguno. Se me aparecen como pequeños
pájaros saliendo de una jaula donde estuvieron encerrados durante mucho
tiempo. Los imagino negros. Cebo un mate despacio, cuidando de no volcar
y lo tomo de un sorbo. Me pregunto de qué color serán los secretos de
Miguel. Lo miro fijo, tratando de adivinar la respuesta. Él me sonríe y
me acaricia la mano. Decido que seguramente sean negros como los míos.
Vuelvo a cebar, le alcanzo el mate, toma de a sorbos cortos, haciéndolo
durar y me lo devuelve.
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